No era que Vane embotellase sin discriminación a gente viva: ¡tenía para eso una sólida razón comercial!

 

 

La habitación del hotel en el planeta Meng era pequeña y estaba atiborrada. La azulada luz solar que penetraba por la ventana, caía sobre una alfombra gris llena de manchas, una voluminosa caja de arena moteada de colillas, un montón de botellas. Uno de los rincones de la (habitación estaba atestado de equipaje y chismes. El ocupante, un tal señor R. C. Vane de la Tierra, estaba sentado cerca de la puerta: un hombre de unos cincuenta años, bien afeitado, con el cabello bronco color gris acerado. Estaba sobriamente y criminalmente borracho.

Dieron un golpecito en la puerta y entró el botones, un nativo, alto v moreno, de negro cabello verdoso cortado demasiado largo por darás. Parecía tener unos diecinueve años. Tenía un ojo verde y otro azul.

—Ponlo aquí —dijo Vane.

El botones soltó la bandeja.

—Sí, señor.

Cogió de la bandeja la botella sin abrir de diez estrellas, el cubo da hielo y la botella de seltz, colocando todo eso cuidadosamente entre las cosas que había ya encima de la mesa. Luego puso las botellas vacías sobre la bandeja. Tenía manos grandes y de prominentes nudillos parecía demasiado alto y de hombros muy cuadrado para su estrecho uniforme verde.

—Así pues, ésta es la ciudad de Meng ,—dijo Vane, mirando al botones.

Vane estaba sentado muy derecho y tieso en su silla, abrochada su chaqueta de alas de polilla y apretada la cuerda de su corbata. Podría haber estado totalmente fresco, excepto por ¡la intensa deliberación con que hablaba y la rojez de los ojos.

—Sí, señor —dijo el botones, enderezándose con la bandeja en las manos—. ¿Es la primera vez que ha estado usted aquí, señor?

—Vine hace dos semanas —le dijo Vane—. No me gusta esta habitación.

—La gerencia lamenta que no le guste a usted esta habitación.

—Es pequeña y sucia —dijo Vane—, pero eso no importa. Me voy esta tarde. Salgo en el cohete de la tarde. He perdido dos semanas en el país, investigando historias de Marack. Nada nuevo, sólo cuentos nativos. Miserable planetilla. —Sorbió por la nariz, mirando fijamente al botones—. ¿Cómo te mas, muchacho?

—Jimmy Rocksha, señor.

—Bueno, Jimmy Rocksha, mira toda esa pila de cosas.

Objetos de turista, obras talladas y tapices, alfombras, mantas y otras cosáis se amontonaban sobre las maletas apiladas. Parecía como una explosión en una tienda de curiosidades,

—Hay ahí cerca de veinte kilos para los que no tengo sitio, sin contar con esa tinaja que hay en aquel rincón. ¿Se te ocurre algo?

El botones se puso a pensar lentamente.

—Señor, si me permite la sugerencia, creo que podría usted meter las tallas y las demás cosas dentro de la tinaja. Creo que cabrían todas.

Vane dijo con un gruñido:

—Puede que eso diera resultado. ¿Tú sabes cómo ensamblar esas tinajas?

—No lo sé, señor.

—Bueno, pues prueba. Vamos, no te quedes ahí parado.

Vane vació su bebida caliente y dulzona.

El botones soltó la bandeja y cruzó la habitación. Una gran cantidad de grises piezas de alfarería, atadas con cuerdas, estaban colocadas encima del baúl-percha de Vane, sobresaliendo un poco sobre la cabeza del botones. Rocksha se quitó con mucho cuidado los zapatos y se subió a una silla. Sus pies morenos no tenían calcetines y estaban limpios. Levantó la pila de cosas sin esfuerzo, se bajó, colocó el brazado en el suelo y se volvió a poner los zapatos.

Vane sorbió un largo trago de su vaso, dándole fin a la bebida. Cerraba los ojos mientras bebía y dirigió una señal de asentimiento al vaso como si estuviera escuchando algo que se le susurraba desde el interior.

—Muy bien —dijo, al tiempo que se levantaba—, veamos ahora.

El botones aflojó la cuerda. Había allí seis largos, gruesos y curvados trozos de alfarería que tenían un poco la forma de gigantescas punteras de zapatos descomunales. Había además dos trozos redondos; uno era el fondo. El otro, más manejable, era la tapa.

El botones empezó a separar las piezas cuidadosamente, colocándolas sobre la alfombra.

—Fíjate donde las vas colocando—gruñó Vane, poniéndose detrás de él-—. Yo no sabría cómo diferenciarlas.

—Si, señor.

—Eso es algo que encontré en la parte Norte. Vasijas, que utilizaban para guardar el grano y el aceite. Los nativos afirman que los Maracks tenían el secreto de juntarlas en la forma adecuada. ¿No has oído hablar de eso?

—Los muchachos del Norte son muy aficionados a los cuentos, señor —dijo el botones.

Ya había conseguido ensamblar las seis piezas más largas, bien separadas alrededor de la mayor pieza plana, formando una especie de pétalo. Abarcaban así una gran cantidad de espacio; la tinaja terminaría por quedar muy abombada si se llegaba a ensamblar todas las piezas.

En pie, el botones cogió dos de las largas piezas curvadas y, cuidadosamente, juntó el borde de la una contra el de la otra. Parecieron ajustarse al milímetro, como trozos magnéticos, y convertirse en una pieza lisa. Por más que se esforzaba en mirar, Vane apenas podía distinguir la juntura.

De la misma forma, el botones fue añadiendo una pieza a otra. Ahora ya estaba ensamblada casi la mitad de la tinaja. Cuidadosamente bajó aquella mitad hacia el filo de la gran pieza del fondo. Todas las piezas rechinaron al encajar. El botones hizo un alto, buscando otra pieza lateral.

—Espera un momento —dijo Vane de pronto—. Se me ha ocurrido una idea. En lugar de juntar ahora todas las piezas y tratar de meter luego dentro estas porquerías, será mejor meter las porquerías primero y luego terminar de juntar las piezas.

—Sí, señor.

El botones retiró algunos cacharros y cogió unas mantas que colocó descuidadamente en el fondo de la tinaja.

—No de esa manera, idiota —dijo Vane con impaciencia—. Métete dentro y apriétalas bien.

El botones vaciló.

—Sí, señor.

Avanzó cuidadosamente entre las demás piezas no ensambladas y se arrodilló en el fondo de la tinaja, plegando las mantas y apretándolas cuidadosamente.

Detrás de él, Vane avanzó de puntillas, juntó silenciosamente las dos largas piezas —¡tic!— luego un tercer —¡tic!— y luego, cuando las levantó, ¡tic, clac! los bordes se fundieron con el fondo y con la tapa. La tinaja estaba completa.

El botones estaba dentro.

Vane resopló ruidosamente por su nariz hinchada. Sacó un puro de una petaca de cuero de lagarto, lo despuntó con una cuchilla y lo encendió. Exhalando humo, se inclinó y miró dentro de la tinaja.

Excepto una exclamación de sorpresa al ver cómo se cerraba el inmenso tarro, el botones no había proferido’ un solo sonido. Mirando hacia abajo, comprobando que el muchacho a/penas llegaba a la mitad de la enorme ánfora. Vane vio cómo su rostro moreno miraba hacia arriba.

—Permítame salir de este tarro, por favor, señor -—dijo el botones.

—No sé hacerlo —dijo Vane—. No me dijeron cómo, allá en el Norte.

El botones se humedeció los labios.

—En el Norte utilizan una especie de grasa vegetal que se introduce entre las piezas y hace que se. separen.

—No me han proporcionado nada de eso —dijo Vane con indiferencia.

—Entonces, por favor, señor, rompa esa tinaja y déjeme salir.

Vane se cogió un pedacito de tabaco quo tenía en la lengua. Lo miró con curiosidad y lo tiró luego.

—Te vi en el vestíbulo en el mismo momento en que entré esta mañana. Alto y delgado, Demasiado fuerte para ser un nativo, Un ojo verde, otro azul. Dos semanas me he llevado buscando por el Norte, y luego resulta que estabas en el vestíbulo.

—v, Cómo dice, señor?

—Eres un Marack —dijo Vane con sencillez.

El botones tardó unos momentos en contestar.

—Pero, señor —dijo incrédulamente—, los Maracks son una leyenda, señor. Nadie cree ya en ellos. No hay tales Maracks.

—Levantaste las piezas de la tinaja como si fueran papeles —dijo Vane—, aunque tuve que emplear a dos muchachos para ponerlas allá arriba. Tienes las sienes hundidas, la mandíbula larga y los hombros subidos. —Con un fruncimiento de cejas, se sacó la cartera del bolsillo y extrajo de ella una postal amarillenta que tendió al botones—. Mira esa foto. Espero —añadió— que no te trastornará. Puede que sea un pariente tuyo.

Era una fotografía descolorida de un esqueleto en una urna de cristal. Había algo perturbador en aquel esqueleto. Era demasiado largo y delgado; los hombros parecían muy alzados y el cráneo era estrecho y de sienes hundidas. Tenía un pie de imprenta: Aborigen de Nueva Cleveland, Meng (Sigma Lyra II) y en letras más pequeñas: Museo Antropológico de Newdold, Queensland.

—Me la encontré entre las páginas de un libro de una antigüedad de doscientos años —dijo Vane, volviéndose a guardar cuidadosamente la fotografía—. Se la mandaron por correo como una tarjeta postal ordinaria a un antepasado mío. Al año de encontrarla, dio la casualidad de que tuve que ir a Terranova. Y, fíjate, ¡el museo sigue todavía allí, pero el esqueleto no está. Niegan que haya estado nunca. El celador se inclina a creer que todo fue un engaño. Dice que ninguna de las razas nativas de Meng tienen esqueletos de esa forma.

—Debe de ser un engaño, señor —convino el botones.

—Voy a contarte lo que hice a continuación —dijo Vane—-. Me leí todos los informe» de la época sobre los días en que este planeta era zona fronteriza. Hace un par de siglos nadie de Meng pensaba que los Maracks fuesen leyendas. Se parecían bastante a los nativos para pasar como tales, pero tenían ciertos poderes especialísimos. Podían convertir una cosa en otra. Podían influir sobre la mente de uno, si no se estaban en guardia contra ellos, a continuación me leí todas las estadísticas de exportaciones referidas a dos siglos atrás. También las cartas geológicas en la Inspección Planetaria. Descubrí algo muy interesante. Resulta que no hay en ninguna parte de Meng ningún filón de diamantes naturales

—¿Es posible, señor? —preguntó el botones nerviosamente.

—Ni uno siquiera. Ni diamantes ni lugar alguno de donde se hubiesen podido extraer. Pero hasta hace doscientos años, Meng exportaba mil millones de estelores en diamantes impecables. Yo pregunto: ¿de dónde procedían? ¿Y por qué se acabaron?

—No lo sé, señor.

—Los hacían los Maracks —dijo Vane con sencillez—. Los hacían para un comerciante llamado Soong y para su familia. Se murieron. Después de eso, ni un diamante más de Meng.

Abrió una maleta, rebuscó dentro unos momentos y sacó dos objetos. Uno era un estrecho brazado oval de algo envuelto en rígidas fibras vegetales amarillentas; el otro era un brillante terrón de un negro grisáceo y del tamaño de la mitad de su puño.

—¿Sabes lo que es esto ?—preguntó Vane, enarbolando el brazado oval.

—No, señor.

—Hierba del aire, según la llaman en el Norte. Uno de los viejos tenía esto enterrado bajo su cabaña, además de la tinaja. Y esto. —Blandió, el terrón negro—. No se le nota nada especial, ¿verdad? Simplemente un pedazo de grafito, probablemente de la vieja mina de Badlong. Pero el grafito es carbono puro. Y lo mismo lo es el diamante.

Colocó ambos objetos cuidadosamente sobre la mesa próxima y se frotó las manos. El grafito le había dejado manchas negras.

—Piénsalo bien —dijo—. Dispones exactamente de una hora, hasta las tres en punto.

Delicadamente dio unos golpecitos a su cigarro sobre la boca de la tinaja. Unos cuantos copos de ceniza pulverulenta cayeron sobre la cara vuelta hacia arriba del botones.

Vane se volvió a su butaca. Se movía deliberadamente y con un poquitín de rigidez, pero no se tambaleaba. Quitó la piel de estaño de la botella de diez estrellas. Se despachó' un trago sustancioso, añadió hielo y pulverizó un poco de seltz. Se tomó un sorbo largo y lento.

—Señor —dijo el botones por fin—, usted sabe que yo no puedo hacer diamantes con roca negra. ¿Qué va a pasar si dan las tres y esa roca sigue siendo un pedazo de roca?

—Creo —contestó Vane— que quitaré la envoltura de esta hierba del aire y la, echaré dentro de la tinaja para que te haga compañía. Me han dicho que la hierba del aire se expande hasta hacer su volumen cien veces mayor. Cuando llene la tinaja hasta el borde, colocaré la tapa. Y cuando crucemos el canal que lleva al cosmodromo, creo que muy bien se te podrá soltar de la rejilla del equipaje y dejarte caer a la bahía. Me han dicho que el fondo es insondable.

Se tomó otro trago largo y sin. prisas.

—Piénsalo bien —dijo mirando a la tinaja con ojos enrojecidos. .

Dentro de la tinaja reinaba el frío y la oscuridad. El botones disponía de sitio suficiente para sentarse con comodidad cruzando las piernas, o bien podía arrodillarse. No le habría servido de nada amontonar las mantas en forma de escalera. La abertura era demasiado pequeña para pasar la cabeza. No podía erguirse si amontonaba demasiado las manta» y por otra parte, tampoco podía extender las piernas a todo lo largo. El botones estaba asustado y sudaba dentro de su ceñido uniforme. Sólo tenía diecinueve años y nunca le había pasado nada parecido en su vida.

El tintineo del hielo atravesó la habitación. El botones dijo:

—Señor.

Crujieron los muelles de la butaca y, al cabo de un momento, el rostro del terráqueo apareció sobre la boca de la tinaja. Tenía la barbilla hundida con un gracioso hoyuelo. Había pelillos grises en las ventanillas de su nariz y unos cuantos vellos grises e hirsutos en los huecos de piel floja alrededor de su mandíbula, Sus ojos enrojecidos eran saltones y pequeños. Miró el rostro del botones sin pronunciar palabra.

—Señor —dijo el botones con seriedad—¿sabe usted cuánto me pagan en este hotel?

—No.

—Doce estelores a la semana, señor, y la comida. Si yo pudiera hacer diamantes, señor, ¿por qué iba a estar trabajando aquí?

La expresión de Vane no cambió en absoluto.

—Hazme una pregunta más difícil. Soong tenía que sudar de lo lindo para que vosotros, loa Maracks, sacareis mil millones de estertores al año. Sólo en este continente solía haber millares de vosotros, pero ahora sois tan pocos, que podéis disimularos entre los nativos. Los diamantes os exigían 'demasiado trabajo. Ahora estáis próximos a la extinción. Y todos estáis asustados. Vivís debajo de tierra. Conserváis todavía vuestras facultades, pero 110 os atrevéis a hacer, uso de ellas, a menos que no quede otro remedio para conservar vuestro secreto. En tiempos fuisteis señores de este planeta, pero habéis preferido seguir con vida. Naturalmente todo esto no es más que una mera conjetura;

—Sí, señor —dijo el botones con tono desesperanzado.

Sonó el teléfono interior. Vane cruzó la habitación y apretó la tecla, vigilando la tinaja con el rabillo del ojo.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz naturalísima.

—Señor Vane —dijo la voz del oficinista de la gerencia—, ¿me permite que le pregunte si ha recibido los refrescos que pidió?

—La botella ha llegado —contestó Vane— ¿Por qué?

El botones estaba escuchando, apoyando los puños en las rodillas. Le brotaba el sudor de la frente morena.

—¡Oh, en realidad por nada, señor Vane! Únicamente que el muchacho no ha vuelto. Por lo común ha sido Un chico muy razonable, señor Vane. Pero excúsenos por haberle molestado.

—No ha habido tal molestia -—dijo Vane impávidamente, y colgó el teléfono.

Volvió junto a la tinaja. Se tambaleaba un poco, oscilando de delante atrás desde la punta de los pies a los talones. En una mano llevaba el vaso con la bebida; con la otra estaba el medallón que colgaba de su solapa, de una cadena extensible.

Al cabo de un rato, preguntó:

—¿Por qué no pediste socorro?

El botones no contestó. Vane prosiguió suavemente :

—Estos teléfonos de hotel recogen cualquier grito que se dé en una habitación. Lo sé. Así pues, ¿por qué te estuviste tan callado?

El botones dijo con tono lastimero:

—Si lo hubiera hecho, señor, me habrían encontrado dentro de esta tinaja.

—¿Y qué?

El botones hizo una mueca.

—Todavía hay gente que sigue creyendo en los Maracks, señor. He de tener mucho cuidado con mis ojos. Todo el mundo comprendería que sólo puede haber una razón para que usted me haya tratado de esta forma.

Vane se le quedó mirando unos momentos.

—¿Y prefieres correr el peligro de la hierba del aire y de la bahía sólo para evitar que puedan darse cuenta de semejante cosa?

—Hace ya mucho tiempo que no hay cacerías de Maracks en este planeta, señor.

Vane resopló suavemente. Miró al reloj de pared.

—Cuarenta minutos —dijo, y regresó a su butaca colocada junto a la mesa.

La habitación estaba en silencio excepto el suave chirrido del reloj. Al cabo de un rato, Vane se trasladó junto a la mesa escritorio. Colocó en la máquina un formulario impreso de declaración de Aduana y pulsó las teclas lentamente, rezongando sobre los complicados símbolos interestelares.

—Señor —dijo el botones con calma—, usted sabe muy bien que no puede matar a una persona bípeda y marcharse. Ahora no es como en los viejos malos tiempos.

Vane gruñó, pulsando las teclas.

—¿Crees que no?

Se tomó un sorbo del combinado y lo soltó de nuevo.

—Con que sólo descubran que ha maltratado usted al jefe del país del Norte, serán muy severos.

—No lo descubrirán —dijo Vane—. No será él quien lo diga.

—Señor, aunque yo pudiese hacerle el diamante que quiere, no valdría más que unos cuantos miles de esterlones. Eso no es nada para un hombre como usted.

Vane se detuvo y medio dio la vuelta.

—.Sin defectos y con ese peso, valdrá lo menos cien mil. Pero no voy a venderlo.

Se volvió hacia la máquina, acabó una línea, y empezó a trazar otra.

—¿Que no va a venderlo, señor?

—No. Voy a conservarlo.

Los ojos de Vane medio se cerraron; sus dedos se posaron inmóviles sobre las teclas. Pareció recobrar su conciencia con un estremecimiento, golpeó otra tecla, y sacó el papel de la máquina. Cogió un sobre y ce levantó, mirando alrededor con el papal en la mano.

-—¿Nada más que para conservarlo, señor, y mirarlo de vez en cuando? —preguntó el botones suavemente.

El sudor le caía en los ojos, pero se mantenía inmóvil, con los puños apoyados en las rodillas.

—Así es —dijo Vane, con la misma mirada ausente.

Plegó despacio el papel y lo metió en el sobre mientras se encaminaba hacia la ranura para el correo colocada cerca de la puerta. En el último momento se reprimió, volvió a sacar el papel y lo miró fijamente. Un ligero rubor subió a sus mejillas.

Arrugando el papel lentamente entre sus manos, dijo:

—Casi dio resultado.

Rasgó luego el pape] deliberadamente, y otra vez, y otra vez, hasta que tiró lejos los pedacitos.

—Simplemente un símbolo en la caja que no era—dijo— pero era el símbolo justamente equivocado. Aunque voy a decirte dónde cometiste tu error, muchacho.

Se acercó.

—No comprendo —dijo el botones.

—Tú pensaste que si conseguías que yo siguiera pensando en el diamante, mi mente se extraviaría. Y así fue, pero yo me daba cuenta de lo que estaba pasando. En eso es en lo que cometiste tu error: no me importa un comino ese diamante.

—¿Cómo dice, señor? —preguntó, desconcertado, el botones.

—Para ti, un estelor es un nuevo par de pantalones. Para mí, un estelor, o un millar de estelores, es simplemente materia prima para tratos comerciales. Eso es lo que cuenta. Yo te habría ofrecido dinero, pero tú mismo me explicaste por qué no se te puede comprar: podrías hacer diamantes y ser rico, pero no te atreves. Por eso he tenido que utilizar este método .

—Señor, no sé qué quiere usted decir.

—Lo sabes muy bien. Ahora te estás volviendo un poquito peligroso, ¿verdad? Te ves acorralado y el tiempo corre. Por eso te permites correr a tu vez ciertos riesgos. —Se detuvo, cogió uno de los pedacitos de papel, lo desplegó y lo alisó—. Justamente aquí, en el buzón donde se supone que ha de introducirse el juramento de lealtad para el Arconte, escribí el símbolo de “Cerdo”. Si hubiese echado el sobre, la policía del pensamiento habría subido antes de un cuarto de hora.

Volvió a enrollar el papel, hizo luego una bolita más pequeña, y lo arrojó sobre la alfombra.

—¿Crees que conseguirás hacerme olvidar que recoja ese papelito y que lo queme antes de marcharme? —preguntó amablemente—, Pruébalo.

El botones tragó saliva con dificultad.

—Señor, es usted mismo el que se lo dice todo. Puede ponerse un nudo en el dedo.

Vane le sonrió por primera vez y se alejó de la tinaja.

El botones apoyó la espalda en la pared de la tinaja y empujó con todas sus fuerzas contra el lado opuesto. Empujó hasta que lo» músculos de la espalda se le quedaron contraídos en cuerdas de nudos. Aquella obra de alfarería era tan sólida como una roca.

Estaba sudando más que nunca. Cesó en sus esfuerzos, respirando cansadamente; dejó caer la cabeza sobre sus rodillas y trató de pensar. El botones había oído hablar de terráqueos implacables, pero nunca había visto a ninguno.

Se enderezó.

—Señor, ¿está usted ahí todavía?

La butaca crujió y Vane se acercó con el vaso en la mano.

—Señor —dijo el botones muy seriamente—, si puedo demostrarle que soy realmente un Marack, ¿me dejará usted salir? Quiero decir que tendrá usted que dejarme salir, ¿no es verdad?

—Desde luego —dijo Vane amablemente—-. Sigue y pruébamelo.

—Pues bien, señor, ¿no ha oído usted contar otras cosas sobre los Maracks, alguna manera de probarlos?

Vane adoptó una expresión pensativa; apoyó la barbilla en el pecho y puso los ojos en blanco.

—¿No hay algo que ellos puedan hacer o no hacer? •—sugirió el botones—. Si soy yo quien se lo digo, señor, podría usted creer que lo he inventado.

—Espera un momento.

Vane estaba oscilando ligeramente de delante atrás, con los ojos medio cerrados. Su corbata de cordón estaba todavía perfectamente centrada, su ajustada chaquetilla de alas de polilla permanecía inmaculada. Dijo:

—Recuerdo algo. Los cazadores de Maracks usaron mucho este procedimiento, según tengo entendido. Los Maracks no pueden resistir el licor. Los envenena.

—¿Está usted seguro de esos señor?—preguntó el botones ávidamente.

—Naturalmente que estoy seguro.

—Entonces, manos a la obra, señor.

Vane asintió y se dirigió a la mesa para coger la botella de diez estrellas. Todavía estaba llena en más de dos terceras partes. Volvió con la botella y dijo:

—¡Abre la boca!

El botones abrió la boca de par en par y cerró los ojos. El licor le golpeó en los dientes y en la parte de atrás de la boca en un chorreón sólido; se le derramó por las dos mejillas y un. poco le cayó por la nariz. Se engollipó y se ahogó. El licor le quemaba la garganta y el estómago; le cegaban las lágrimas; no podía respirar.

Cuado pasó el paroxismo, jadeó:

—Señor, señor, eso no ha sido una prueba en regla. No debería usted habérmelo echado encima de esa manera. Déme un poco en un vaso.

—Ahora voy a portarme bien. Haremos otra prueba. —Vane encontró un vaso vacío, echó dentro dos dedos de brandy y volvió junto a la tinaja—. Con calma —dijo, y metió un poco en la boca del botones.

El botones tragó, meneando la cabeza entre los humos de la bebida.

—Oirá vez —dijo Vane, y sirvió de nuevo.

El botones tragó. EI licor le estaba metiendo dentro una pelota caliente.

-—Otra vez.

Tragó.

Vane se echó atrás. El botones abrió los ojos y le miró con aire feliz.

—¿Ve usted, señor? Nada de veneno. ¡He bebido y no me he muerto!

—Hum—dijo Vane con expresión interesada—. ¿Quién iba a figurárselo? Resulta que los Maracks pueden beber licor.

La victoriosa sonrisa del botones se extinguió lentamente.

—Por favor, señor, no se burle de mí.

—Si crees que es una burla...

—Señor, usted prometió...

—Yo dije que sí, si podías probarme que no eres un Marack. Sigue, pruébalo. A propósito, he aquí otra prueba que puedes hacer. Un anatomista que yo conozco miró aquel esqueleto y me dijo que se trataba de un tipo tan comprimido por los hombros, que no podría levantar la mano por encima de la cabeza. Muy bien, empieza por explicarme por qué te subiste a una silla para bajar mis cosas, o, mejor todavía, saca el brazo por encima del cuello de esta tinaja.

Se produjo un gran silencio. Vane sacó otro cigarro de su petaca de lagarto verde, lo cortó con el pequeño cuchillo de osmiridium y lo encendió sin apartar sus ojos del botones.

—Otra vez te estás volviendo peligroso —dijo divertido—. No haces más que pensar en lo mismo. Esto empieza a ponerse interesante. Te preguntas cómo podrías matarme desde el interior de esa tinaja sin tener que recurrir a tus facultades de Marack. Anda, sigue pensando.

Inhaló humo, inclinándose hacia la tinaja.

—Te quedan quince minutos.

Trabajando sin prisa, Vane enrolló las mantas y otros souvenirs y los fue atando en fardos. Apartó algunos objetos de tocador para el neceser y los puso en un montón aparte. Lanzó una última mirada circular por la habitación, vio los pedacitos de papel en el suelo y recogió la pelotita que había hecho con uno de ellos. Se la mostró al botones con una mueca, la dejó caer luego en el cenicero y la quemó. Se sentó cómodamente en la butaca cerca de la puerta.

—Cinco minutos -—dijo.

—Cuatro minutos —dijo.

Tres minutos.

—Dos minutos.

—Está bien —dijo el botones.

—¿Sí?         . .

Vane se levantó y se inclinó sobre la tinaja.

—Lo haré, haré el diamante.

—¿Ah? —dijo Vane medio interrogativamente.

Enarboló el terrón de grafito sobre la tinaja.

—No necesito tocarlo —dijo el botones con indiferencia—, póngalo sobre la mesa. Será cuestión de un minuto.

—Hummm—-dijo Vane, vigilándole intensamente.

El botones estaba acurrucado en la tinaja, con los ojos cerrados; todo lo que Vane podía ver de él era el casquete reluciente de un negro verdoso de su cabeza.

—Si no tuviese usted esa hierba del aire —dijo el botones lúgubremente, con la voz ahogada.

Vane se echó a reír.

—No me hacía falta la hierba del aire. Podría haberte hecho desaparecer de diez maneras distintas. Este cuchillo —lo blandió en alto— tiene una hoja de vibración molecular. Se la pone en marcha y corta lo que quiera que sea como si fuera queso. Podría haberte hecho pedacitos y tirarte por el retrete.

La cara del botones se volvió hacia arriba, con una palidez mortal y con los ojos agrandados.

—Pero ya no queda tiempo para eso —dijo Vane—Ahora tendría que ser con la hierba del aire.

—¿Así es como usted me va a sacar después? —preguntó el botones—.¿Cortando la tinaja con ese cuchillo?

—¿Cómo? ¡Ah, desde luego! —dijo Vane, mirando el terrón de grafito para ver si se notaba ya en él alguna apariencia de cambio.

—En cierto modo, me siento decepcionado —dijo con tono abstracto—. Creí que lucharías un poco. Vosotros, los Maracks, erais tenidos en demasiada estima, supongo.

—Ya está —dijo el botones—. Cójalo, por favor, y déjeme salir.

Los ojos de Vane se estrecharon.

—A mí no me parece que esté, ni muchísimo menos.

—Sólo está negro por fuera, señor. Frótelo un poco.

—Ande, señor —decía el botones ansiosamente—. Cójalo y véalo.

Vane no se movió.

Parece que tienes demasiada prisa —dijo Vane-.

Se sacó del bolsillo una pluma estilográfica y la utilizó para empujar al pedazo de grafito suspicazmente. No pasó nada; el terrón se movía con toda tranquilidad por encima de la mesa. Vane lo tocó brevemente con un dedo, luego lo cogió en la mano.

—¿No será esto una trampa? —preguntó, no muy confiado.

Palpó el terrón, lo sopesó y lo volvió a soltar. En la palma de la mano se le habían quedado unos granillos de grafito.

Vane abrió su cuchillo plegable y cortó el terrón de grafito por la mitad. Se dividió en dos pedazos negros.

—Grafito —dijo Vane, y con un gesto de enfado, arrojó el cuchillo encima de la mesa.

Se volvió hacia el botones mientras se sacudía las manos.

—No te he cazado —dijo, haciendo avanzar, en plan de ensayo, el brazo oval de hierbas del aire.

Lo blandió en alto.

—No has hecho más que trucos. Es una lástima.

La envoltura rígida que sujetaba las hierbas empezó a abrírsele entre las manos. Asomaba ya entre las fibras una sucia maraña blanquecina de hojas como láminas.

Vane terminó de abrir el paquete para arrojarlo dentro de la tinaja y entonces vio qué la asustada cara del botones llenaba toda la abertura. Mientras vacilaba unos segundos, la maraña blancuzca grisácea se le hinchó en las manos y se le derramó por la muñeca. Vane se sintió apretado e instintivamente trató de arrojar el manojo. No podía, La maraña creciente y ondulante era pegajosa; se le pegaba a la mano, luego a la manga. Iba creciendo, lentamente, pero con una firmeza horripilante.

Can el rostro gris, Vane movió el brazo como un látigo, tratando de sacudirse la hierba. Lo mismo que gelatina espesa, la 'hierba' resbalaba hacia abajo, pero sin soltarse. Una gota le cayó en una pernera y empezó a crecer. Otra, hinchándose, empezó a alzarse desde la alfombra. Todo el brazo y el costado derecho los tenía ya cubiertos por un molde de sucia blancura. La hierba parecía ahora haber cesado de crecer y dedicarse a asfixiar.

El botones empezó, balancearse de delante atrás dentro de la tinaja. Esta se tambaleó y al fin cayó. El botones seguía moviéndose. La tinaja se iba abriendo camino sobre las alfombras.

Al cabo de unos momentos el botones hizo una pausa para asomar la cara y ver por dónde iba. Vane, sujeto por la hierba, se inclinaba hacia la mesa, esforzándose en alcanzar, con su mano libre, el cuchillo que había dejado allí. La alfombra quería avanzar, arrastrada por él, pero la sujetaban demasiados muebles.

El botones recogió la cabeza e impulsó de nuevo a la tinaja, esta vez con más fuerza. Cuando alzó la mirada vio que Vane tenía los ojos cerrados y la cara roja por tal esfuerzo. Estaba tirado, tan largo como era, sobre la mesa, pero sus dedos todavía no apresaban más que aire a pocos centímetros del cuchillo. El botones dio un nuevo impulso a la tinaja que avanzó pulgada a pulgada hacia la mesa, descansando contra ella y atrapando el brazo de Vane por la manga.

El botones descansó y alzó la mirada. Sintiéndose atrapado, el terráqueo había cesado de luchar y miraba hacia abajo. Se movió, pero no pudo libertar la manga del brazo que le quedaba libre.

—Jaque ahogado —dijo Vane pesadamente.

Mostró sus dientes al botones.

—Terminado, pero ninguno gana. Yo no puedo cogerte. Tú no puedes hacerme daño.

La cabeza del botona se inclinó como si estuviera asintiendo. Pero luego el largo brazo del muchacho salió de la tinaja y sus dedos ge cerraron sobre el mortífero cuchillito.

—Un Marack puede levantar el brazo por encima de la cabeza —dijo.

 

 

 

FIN